Por Patricia Argüello Muldowney
Cuando rezábamos con mi madre cada noche antes de dormir, a veces teníamos suerte y nos contaba historias de su infancia. Y siempre pero siempre terminaba hablando de sus días de pupila en Santa Brígida.
Mi hermana y yo como tantas chicas descendientes de irlandeses fuimos a parar al primer colegio creado para hijas de inmigrantes que vivían lejos. Aquel territorio plagado de amaneceres nobles y tardes inciertas pronto y durante muchos años se volvió casa.
Nunca olvidaré aquella tarde de domingo, a mis ocho años recién estrenados, subir las escaleras hasta encontrar el largo pasillo que conducía al dormitorio donde niñas menores que yo tendían su cama con destreza. Lo primero que se aprendía en Santa Brígida, era a ser independiente, y si como en mi caso, no se es naturalmente ordenada, a fuerza de disciplina lograr que la practicidad del día a día nunca sea obstáculo para las cosas importantes.
La mañana comenzaba a las seis y cuarto, con la monja Lucy aplaudiendo por los dormitorios, pellizcando el dedo gordo de las más porfiadas. Vestirse, higienizarse y dirigirse al comedor en veinte minutos, fueron mi rutina por tantos años, que nunca más me quité la costumbre, como tampoco la de dejar preparada la ropa en la silla para el día siguiente.
Las monjas eran diferentes. Algunas ni siquiera usaban velo. En Saint Brigids era posible encontrar a la directora arremangándose para lavar los platos.
Cuando aquella ocasional compañera de trabajo me preguntó “en tu colegio pupilo ¿estaba lleno de chicas locas?” Sentí cansancio por adelantado.
¿Cómo explicar la experiencia del pupilaje sin el bagaje de orfanato? Sin querer romantizar la infancia, y a pesar de la dureza del internado, ninguna de mis amigas cambiaría la experiencia de haber estado en Santa Brígida.
Mientras me doy una ducha las palabras de mi amiga Maureen resuenan en mi mente. Hurgo buscando el desenlace de la historia que nos contaba hace apenas unas horas, hasta que caigo en la cuenta: no llegó a contarla, porque seguramente fue interrumpida por otra, que trajo a colación quien sabe qué comentario, porque así es cuando nos juntamos las ex alumnas de Santa Brígida, la charla a borbotones. Y nadie se queja ni irrita cuando pasamos de un tema a otro con la lógica de aquellas conversaciones bajo frazadas, cuando se apagaba la luz del dormitorio y regía la prohibición de hablar bajo pena de ser sacadas al pasillo y quedar paradas contra la pared mientras nuestras cuidadoras (chicas más grandes que nosotras) estudiaban y tejían en la otra punta del pasillo, hasta que les ganaba el sueño y recién entonces mandaban a dormir a las charlatanas.
Las camas eran como las de hospital, de hierro, y existía la costumbre de colgar del barral las medias y ropa interior que cada una se lavaba a la noche, formando una especie de guirnalda colorida que rompía la simetría de la fila de camas. Junto con la cama y una silla thonet, la mesita de luz a la que había que ponerle un candado, constituía lo más parecido a la propiedad privada que existía ahí adentro. Me acostumbré al olor a fruta mezclado con jabón y dentífrico, porque era el único lugar seguro para que nadie asaltara el botín de galletitas, barras de chocolate y manzanas con el que mi madre tranquilizaba su angustia al vernos partir a mi hermana y a mi cada domingo.
Hubo un año en que me tocó dormir al lado de una chica que se llamaba Karina. Me encantaba inventarle historias cada noche sobre mi casa de dos plantas, techo a dos aguas con jardín, y piscina, igualita a las de mis dibujos. Aunque ella era muy crédula, aprendí que todo tiene un límite la noche que me dijo: “si tu familia tiene tanta plata, ¿por qué te manda aquí?” Cebada, sostuve el relato “porque a este colegio vinieron pupilas mi madre y mi abuela” sintiendo que un “por tradición familiar” sonaría excesivo.
Al despertarnos de madrugada, sólo me hacía falta estirar el brazo para alcanzar la ropa preparada la noche anterior en la silla al costado de mi cama. Con el sonido de otras diez o doce haciendo lo mismo, tendía mi cama, que debía estar perfecta, nada de estirarla, ya había aprendido las consecuencias de hacerlo así nomás cuando encontré el colchón descubierto, sábanas y frazadas tirados en la silla, y mi cara dibujando gesto de estupor. Atrás mío, un viento, la monja Lucy, se puso a extender la sábana de abajo hasta que una película de aire aseguró que ninguna arruga se animase a interponerse entre el colchón y las otras capas que debían coronar el resto de la obra, con una colcha finita de tela a cuadritos verdes y blancos que como nosotras formaban una fila de camas idénticas por fuera a las otras camas, frescas, prolijas, no intachables pero limpias.
Formábamos una fila para bajar al comedor. Durante el primer año tuve la obsesión por ser la primera y para ello me salteaba el cepillado de dientes, lo que no muchos años después me ocasionó la pérdida de varias piezas dentales. Pero al menos una vez en la vida me di el gusto de ser la primera en algo. Una vez en el comedor, cada una se dirigía al lugar asignado en alguna de las mesas de diez presidida por una chica más grande. A medida que ocupábamos los lugares, se musitaba al resto de la mesa: “canto la panera” o “canto el bol” que eran los objetos más livianos para cargar, porque existía la obligación de entre todas dejar la mesa limpia, y ninguna quería ocuparse de lo más pesado e incómodo, la bandeja con la vajilla. Era un momento de suma gravedad, requería buenos reflejos. Con los ojos de todas fijos en la panera de plástico rebosante de pan cortado, mientras la monja dirigía el rezo, calculábamos la maniobra para, después del permiso de sentarse que daba la monja con una palmada, y con el ruido de cien sillas corriéndose, manotear algún trozo de la panera que bamboleándose en el aire ejercía su estrellato de por menos dos segundos luego de los cuales quedaba vacía y abandonada en el rincón donde la mano más lerda la había depositado. Mientras se repartían las tazas de melanina con té con leche, el bol con miel arrastrándose por toda la mesa hacía el mismo ruido que en el juego de la ouija.
Después del desayuno teníamos media hora para realizar el “cargo”, una tarea asignada que podía ser desde secar los platos, hasta barrer un pasillo. Pronto aprendí a adivinar el sentido justiciero de la monja Lucy, quien disfrutaba distribuyendo las tareas más penosas a las más remilgadas. Mi primer cargo fue secar los “teapots”. Los acomodábamos en una mesada donde la encargada de guardarlos cumplía su parte. A los costados estaba el trío que se ocupaba de los vasos, y más allá el de los platos. El grupo de los cubiertos los secaba con una técnica muy peculiar: envolvían un montón en un repasador, lo sacudían unos instantes, para luego sacarlos secos. A lo largo de los once años que estuve en el colegio fui pasando por casi todos los cargos, en los que además de aprender que existen muchas maneras de hacer las cosas, yo era una pieza importante del engranaje que en treinta minutos lograba acomodar, limpiar y despejar esa casa grande donde vivíamos un montón de niñas, como en el cuento de “La vieja que vivía en un zapato”.
Como en un pueblo chico, era importante evitar que se notase no entender algo, era demostrar debilidad, y aunque apenas sobrepasara el metro treinta de estatura, adquirí esa costumbre de “no preguntar por las dudas” que siempre me acompaña.
Desde las siete y media y hasta el mediodía teníamos las materias en castellano. Luego del almuerzo y del recreo en el que las chicas grandes se tiraban en el patio a tomar sol levantándose el “jumper” y bajándose las medias vigilando de reojo que no aparecieran las monjas, estudiábamos inglés hasta la hora del té.
Había chicas de todos lados, de zonas pampeanas, pero también de capital, del conurbano, y hasta de las Islas Malvinas. Santa Brígida hubiera podido ser un lugar de experimentación sobre la evolución del castellano. Estaban las que sólo hablaban inglés en casa a pesar de llevar dos o tres generaciones en Argentina, pronunciaban las “r” a lo gringo. A eso se agregaban los modismos de campo. Las porteñas con nuestra habitual arrogancia, imponíamos “galletita” sobre “masita”. A las monjas cuando las teníamos enfrente les decíamos “Sisters”. Había una palabra que nunca más volví a escuchar en otro lado: “pillada”. Significaba “engreída” y se usaba mucho. Era arbitrario que algunas cosas se dijeran en uno u otro idioma, “dinning room”, “chapple”, “Back Grande”, “Back Chico” o cosas como “teapot”, pero el lenguaje siempre lo es.
Toda una vida ha tenido que pasar para finalmente entender que aquella disciplina casi militar era imprescindible mientras nos preparaban para “el mundo” desde la noción de inmigrante llegado de Irlanda, ser listas y fuertes para trabajar. Mi curiosidad ha virado hacia la pregunta: ¿qué motivaba a esas mujeres, las monjas, para hacerse cargo de todas nosotras? ¿Cuántos ojos, cuántos brazos, cuánto coraje debieron juntar para lograr que casi nunca pasaran cosas graves? Solamente una promesa de cielo.
Aquellas mujeres se hacían cargo de la educación de cientos de niñas pupilas, con total ausencia de deseo de protagonismo. Ellas sabían hacer algo que se perdió, algo que no existe más: hacer algo por el bien de todos a cambio de nada. Ojalá el cielo.
Lic. Patricia Argüello Muldowney
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Patricia Argüello Muldowney