Por José Wallace
James O’Dwyer había nacido en Morristown, Condado de Westmeath en 1820. Llegó a la Argentina en 1845 con su madre y cuatro hermanos menores, de los que se hizo cargo tras la muerte de su padre en alta mar. En 1860, en Suipacha, contrajo matrimonio con Elisa Nolan, nacida en Milltown, Irlanda, y tuvieron tres hijas: Clare, Rose y Josephine.
James se había forjado un buen pasar, y aunque logró hacerse de unas 500 hectáreas entre las propias y la herencia de su mujer, trabajaba de mayordomo en una de las estancias más extensas de la familia Gaynor en la Provincia de Buenos Aires. Sus hermanos se ocupaban de la propiedad familiar bajo la tutela de Mother O´ Dwyer, que con firmeza supo llevar adelante la casa. Conocedor de la actividad ganadera, James era un experto en la cruza de razas ovinas, lo que le valió el elogio y popularidad entre los principales referentes ganaderos de la época. Hombre capaz y trabajador; era un tipo con una gran vitalidad, aunque la serenidad fue siempre su principal adversaria. Inquieto y emprendedor, amable y servicial, pero tremenda-mente revoltoso. Con media vuelta de “manija” era suficiente para que engranara ante cualquier adversidad. Tal vez esa fogosidad haya sido la causa de algunos desencuentros que tuvo con sus paisanos y que le valió el mote de “cascarrabias”.
Sus tres hijas ingresaron a la Congregación de monjas irlandesas “Sisters of Marcy”, pero solamente Rose, la del medio, había renovado sus votos. Clare, la mayor, abandonó los claustros cuando se agudizaron algunas pesadillas que le alteraban el sueño, lo que obligó a Mother Honoria, la Superiora, a sugerirle que se tomara un tiempo para meditar sobre su auténtica vocación. Por eso sus padres la enviaron a San Antonio, para que pasara una temporada a la casa de sus tías Bess y Molly Brett. Allí seguramente serenaría su espíritu. Este consejo de la superiora melló el orgullo de la señora O’Dwyer, que no pudo asimilar la deserción. En cambio, el padre parecía tener otro punto de vista sobre el asunto, aunque no lo manifestaba. Él estaba orgulloso de sus tres hermosas hijas, y se llenó de alegría cuando le chimentaron que Clare había entablado amistad con Tommy Ryan, único heredero de unas 600 hectáreas en la zona de Arrecifes. Dios, que no le había dado hijos varones, lo había compensado con estas tres hijas, a las que no cambiaría por todo el oro del mundo. “Quiero lo mejor para mis reinas” (“I want the best for my Queens”) -decía, como buscando un justificativo a las obsesiones que rondaban su alocada cabeza.
Sin embargo, y a pesar de haberse formalizado el noviazgo de su hija con el joven Ryan, no todo marchaba como lo deseaba James. En tren de hacer averiguaciones, se enteró que el padre de su pretendido yerno, old Thomas Ryan, con sus 80 a cuestas, no gozaba de buena salud y que su esposa Norah (que declaraba tener cincuenta pero en realidad eran cincuenta y cinco) lucía bella y saludable. Esto lo llevó a mantenerse atento y prevenir cualquier acción que pudiera mellar el legado del joven Ryan.
Una de las causas que podrían alterar esta situación, y que comenzó a inquietarlo sobremanera, era el enjambre de pretendientes (“a junk of fools” diría él) que merodeaba la residencia de los Ryan, ante la irreversible viudez de la señora Norah. Sin embargo, su animosidad lo llevó a la imperiosa necesidad de dar batalla.
Se ponía furioso cuando veía que los Kehoe, los Furlong, los Helliff, se desvivían por atender a Norah. En cada gesto, en cada acción de aquellos pillos, veía intereses mezquinos, sin advertir que era su propia avaricia la que nutría su imaginaria. Los números que James guardaba secretamente en su cabeza no eran descabellados, simplemente eran cálculos matemáticos que reflejaban una realidad y él no quería que su hija terminara siendo la esposa de un puestero.
Don Thomas Ryan
El día que James visitó a sus futuros consuegros, lo atendió una mujer nativa que había nacido en la estancia de los Ryan y ahora era la mano derecha de la señora Ryan, de quien había adquirido modales refinados y el inconfundible acento irlandés cuando hablaba el “Irish-English”. La mujer, de tez morena y ojos vivaces, lo condujo hasta la sala de estar, donde lo acomodó frente a la chimenea, con la promesa de servirle una taza de té. James se sorprendió de ver a tanta gente en la casa.
Todos conversaban sigilosamente en grupos, algunos sentados a la mesa gustando el té de las cinco y otros en mullidos sillones bebiendo algunos tragos fuertes para amortiguar el frío de julio. En ese momento se le cruzó por la cabeza que el viejo habría muerto; pero esas dudas se disiparon apenas entró la Norah para saludarlo y agradecerle el interés por la salud de su esposo. De inmediato la mujer, muy amablemente, lo invitó a pasar a la habitación del enfermo. El cuarto estaba apenas iluminado por el fuego de la estufa y un cirio que parecía adelantarse a los tiempos. En el lecho estaba el anciano envuelto en un mar de sábanas (que más bien parecían mortajas) y un penetrante e indefinido aroma, que tal vez provenía de las pócimas de múltiples colores que había sobre la mesa de noche. Enseguida se oyó la voz del enfermo que lo invitaba a acercarse:
— “¡Adelante James! –saludó el irlandés con esforzado entusiasmo- “¡San Pedro no me quiere en el cielo!” — ironizó con su acentuado “brogue” irlandés- “Aquí está mi pasaporte…” -dijo, mostrando un rosario de cuentas negras entre las manos.
El cordial recibimiento ayudó a James a relajarse y a intercambiar algunas palabras con el anciano, que no abandonaba su cordialidad. A pesar de ello, James trató de ocultar el nerviosismo que lo embargaba. No era para menos. Estaba ante los futuros suegros de su hija, y un torbellino de rumores que anunciaban la inminente viudez de la señora, que sufría por esos días el acoso de una banda de halcones sedientos de sus bienes.
En ese momento sintió la necesidad urgente de aplacar sus nervios que amagaban con des-atar una diarrea incontenible. ¡Cuánto deseaba que le sirvieran un trago fuerte para apaci-guar sus intestinos! Inútil fue la espera del whiskey; que en otras ocasiones hubiese sido co-mún y corriente, pero que ahora sería impropio. “Tal vez sea para no tentar al viejo” reflexionó, que seguramente sería de la partida.
James permaneció en la residencia el tiempo necesario. Acaso su estada fue demasiado bre-ve, pero el doliente no estaba en condiciones de soportar mucha conversación, de suerte que se despidió y la señora Norah lo acompañó hasta la puerta. En ese instante llegaba Willy Kehoe, famoso por sus correrías chineteras y flirteos amorosos. Al verlo, la señora fingió sorpresa y despidió a James deprisa, mientras recibía con efusión a Willy, que con la misma rapidez y elegancia, extendió su brazo que ella tomó para ingresar a la casa.
James contempló la escena y lo miró al atorrante con envidia. De todo el enjambre de candidatos, este buitre era capaz de comerse a todos los chacales.
¡Pronto serán otros los vientos que soplen en la estancia! –pronosticó, y partió al boliche del vasco Benito Arzúa, donde disfrutaría de un buen trago de aguardiente.